Tras forzar la cerradura del chalet deshabitado, el par de ocupantes se sintieron felices de haberse instalado en el lujoso inmueble repleto de todo tipo de comodidades. Hasta aquel día se colaban en naves abandonadas, pisos cuyos dueños estaban de vacaciones y aprovechando la ausencia de tales se acomodaban en una propiedad privada de la que antes o después eran obligados a abandonarla, pero nunca habían ocupado propiedades ajenas, tan ostentosas como aquella en la que acababan de tomar de manera poco ética. El par de amigos ocupas llevaban semanas vigilando cada paso del propietario del chalet: Se trataba de un científico de mediana edad que abandonaba su residencia a las ocho en punto de cada mañana en un lujoso deportivo color metalizado. Era muy rubio, llevaba el cabello muy largo y vestía trajes elegantes; siempre cerraba la puerta principal de su vivienda con un maletín de piel asido en su otra mano. Los intrusos estaban maravillados de saber que el gigantesco televisor, el equipo de música de precio prohibitivo así cómo entre otros objetos, les colmarían de horas de buen ocio. También disponían de bañera hidromasaje, rayos UVA, plancha automática, piscina, bodega, cámara de congelación abarrotada de alimentos, las mejores carnes y pescados así cómo un frigorífico gigantesco en el que había alimentos y delicatesen suficientes como para no tener que salir a comprar durante muchísimo tiempo. Todo era confort. Las habitaciones de aquel propietario que ahora se ausentaba del lugar eran amplias y la decoración de lo más sibarita. El par de cacos nunca habían imaginado que el lugar en el que se habían colado sin permiso alguno tendría tantísimas habitaciones. Los chicos sonrieron cuando descubrieron que en la abismal biblioteca había una puerta falsa cuya pared de madera al correrse y tras volverse a cerrar abría una puerta en su interior tras la cual había una hilera de peldaños por los que se bajaba a un sótano donde había un olor raro: Ni agradable ni todo lo contrario, pero que no les parecía humano. A la derecha del escritorio con tres libretas gruesas apiladas con escritos, cifras y fórmulas en un idioma que desconocían había una puerta de color blanco. La atravesaron preguntándose si lo que habría allí tal vez sería un tesoro escondido. Uno de los intrusos soltó un alarido descomunal y minutos después tanto él como su compinche yacían en el suelo de aquel amplio cuarto con los cuellos quebrados.
Comenzaba a lloviznar cuando el vehículo deportivo del biólogo aparcó en el chalet y el hombre trajeado comprendió extrañado que habían forzado la puerta de su domicilio. Su reloj de pulsera marcaba las cuatro y media de la tarde, y sin miedo alguno entró en su casa mirando detalladamente cada uno de los objetos. No vio destrozos, ni saqueos, ni tampoco desorden. Cuando llegó a su despacho comprendió que alguien había atravesado la pared secreta y sin reparos llegó hasta el lugar donde el par de indigentes permanecían sin vida tendidos sobre el pavimento.
-Eres demasiado temperamental. No estuvo bien que les hicieras daño aunque entrasen en nuestro espacio sin permiso alguno. Lo que no está bien nunca está bien y no puedo por más que reprocharte tu asalvajada conducta.-Le hablaba al enfurecido gorila como sermonea un padre a su hijo pequeño por no haber hecho las tareas o deberes del colegio. El hercúleo animal agachó su tremenda cabeza avergonzado porque sabía que cuando su dueño le hablaba de ese modo era porque hizo algo que no se debe hacer, pero que el gorila no llegaba del todo a comprender. Era una relación muy extraña. No era habitual que un mandril gigantesco respetara tanto a su dueño comportándose con éste totalmente exento de brutalidad. Le conocía desde bebé. Era su protector y le obedecía en todo. Por extraño que parezca se querían muchísimo.
El gorila abandonó el lugar llevando en cada uno de sus hombros los cuerpos sin vida de los intrusos. Se dirigió al jardín. De una caseta sacó unas herramientas de jardinería y en menos de treinta minutos les había terminado de enterrar con tanta destreza como un enterrador. Después dejó el pico y la pala en su lugar y volvió a su habitáculo escondido.
-¡Que haría yo sin ti!- Le dijo muy agradecido el biólogo al gorila mientras lleno de agradecimiento le acarició su peluda cabeza en señal de darle las gracias.-Pero no lo hagas más. Que siempre te digo que eso no se hace y nuestro huerto parece más ya un cementerio que un huerto en sí.
Pero el gorila siempre que entrase un intruso lo volvería a hacer. Lo que para el extranjero era un acto cruel para el animal era una malsana costumbre ante los metomentodos.